Sentía los días largos y las noches infinitas. Mi razón deambulaba demandando un abrigo que aplacara los temores. No fui capaz de encontrar esa paz entre mis congéneres.
Observaba el cielo con ilusión, preguntándome si los pájaros serían más libres, más felices.
Meditaba sobre el sonido del mar, reflejo de su continuo movimiento, seguro de que no dejaría dormir a los habitantes de su orilla.
Me adentraba en la tierra imaginando el mundo que habitan las hormigas, admirando su comportamiento automático, sin planificar cada día.
Mi mundo interior alimentaba en bucle las preocupaciones, creando un espacio paralelo de inseguridad, un círculo imposible de abandonar.
Una pequeña inspiración, cabeza en alto y un minuto de consciencia. Allí estaba él, aislado del resto del jardín. Sus ramas se zarandeaban muy despacio, desafiando con su fuerza al ligero viento de la tarde. Sus hojas se movían coordinadas, invitándome a tomar asiento junto a su tronco. Así lo hice.
Pensé que su exterior iba a tener una sensación áspera, dura, incluso incómoda, pero no. Me recosté bajo su sombra y conseguí relajarme unos minutos. Un banco, desde el otro lado del camino, me juzgaba por haberle despreciado. Mi pensamiento se desconectó por unos instantes y volví a inspirar profundamente.
La siguiente tarde regresé junto al Magnolio. Sentí como me miraba, como bajaba las ramas haciéndome un hueco, ofreciéndome su cobijo.
Agradecido me coloqué de nuevo bajo sus hojas que parecieron girarse hacia mí. Su verde oscuro se rebajó un par de tonos mientras, al igual que un bebé lo hace por primera vez, mis labios se arquearon dejando asomar una sonrisa. Llené el pecho nuevamente, oxigenando mis células cansadas.
Las visitas a mi amigo se convirtieron en una necesidad inevitable. Él, agradecido por la compañía, con gentileza me regaló su mejor muestra de afecto: blancas perlas, similares a nenúfares, que envolvieron en perfume mis tranquilos sueños. Acogí esas flores como el mejor de los presentes y reaccioné, instintivamente, rodeando su tronco con mis brazos hasta sentir mi pecho fundido contra el suyo. Atesoro en la memoria ese primer abrazo.
Un árbol fuerte que, al igual que yo, prefiere el sofocante calor a las heladas. Necesita vivir ligeramente aislado, aunque no le guste, y sobrevive con pocos cuidados, un riego moderado y una buena compañía.
Me sentí mucho mejor, más vivo, más feliz, bebiendo de su fuerza y de su alegría. Ya no me encontraba tan extraño, tan diferente al resto de los seres vivos.
En esa ola de egoísta euforia personal salí a volar. Corrí a conversar con los habitantes de la orilla del mar para preguntarles cómo vivían bajo su caos particular. Viajé lejos para conocer a infinidad de aves y poder valorar su sensación de libertad. Quería saber si los peces del norte sienten o si las arañas del trópico lloran cuando oyen a sus víctimas agonizar.
Al principio todo era nuevo y excitante. Toda esa información alimentaba las alas de mi vuelo sin dejarme mirar hacia atrás. Pero más tarde la novedad se volvió rutina, hastío, indiferencia.
El tiempo hizo que el vacío de mi estómago comenzara a crecer, devorando mi ilusión y mis ganas de vivir.
Aún tardé varias puestas de sol en comprender mi gran falta: sus abrazos.
Emprendí mi regreso desde otras tierras. Contra cualquier pronóstico de supervivencia, conseguí arrastrar mi cuerpo a través de enormes mesetas y profundos valles. Mi única intención era llegar hasta mi verdadero hogar.
Sin fuerza y sin aliento, pero con esperanza, impulsado por la adrenalina del amor, llegué hasta su parque. Me acerqué hasta el camino que conduce a su jardín y, agotado, hinqué las rodillas contra el suelo.
Desde lejos pude ver cómo había perdido sus perfumadas flores, sus hojas habían caído formando una alfombra seca alrededor de su sombra. Sus ramas se vencían fácilmente bajo la suave brisa de esa tarde. Su tronco había cambiado de color. No pude encontrar su mirada.
En un último esfuerzo me acerqué hasta el lugar en el que tantas tardes me sentí tan dichoso y le abracé. Le rodeé con mis brazos, lo hice con todas mis fuerzas, mientras le acariciaba como un hijo a su madre en su lecho de muerte. Mientras lloraba como un niño que ha perdido el rumbo, que lo ha perdido todo.
Adiviné su cuerpo vacío por dentro. Yo había aprendido a ser dichoso a su lado, su compañía me había completado, al igual que su abrigo. Me dio la felicidad más grande de mi vida, y él,…,
En ese instante comprendí que él se alimentaba de mi sonrisa, de mi respiración, incluso había crecido al compás de mi latido.
Finalmente ninguno pudimos sobrevivir a la ausencia de esos abrazos.
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