INSTANTES DE FELICIDAD

Su larga y oscura melena recogida y su bikini negro resaltan sobre el tono de su piel. Sentada a su lado, en la orilla de la playa, parece estar enamorada. 

Sus brazos suavemente entrelazados sobre sus piernas, adoptan una postura amable, cercana, que acompañada de su sonrisa tímida, alimentan la sensación de una falsa inocencia, seguramente fruto de ese amor. 

Desliza su mirada arriba y abajo, observando la silueta de su pareja, jugando con sus párpados, puede que reclamando su atención, mientras sonríe. 

Sus hermosos labios ligeramente humedecidos solicitan ser besados, a la vez que hablan de cualquier cosa que seguramente él tampoco escuchará. No les importa la conversación, solo el momento. 

En silencio, los ojos de su pareja se centran en perseguir el dibujo de sus pies sobre la arena de la playa. Esa mirada parece sonreír, reflejando los brillos de la naturaleza que les rodea, fruto del mismo amor. 

Ninguno de los dos necesita nada más, solo esperar frente al mar la llegada del atardecer, del momento en el que el cielo va cambiando de color, de azul a amarillo, después a naranja y rojo, para finalmente oscurecerse. 

El suave ruido de las pequeñas olas les acompaña, les arropa ayudándoles a aislarse del mundo.

De la manera más natural, ella retira suavemente una gota de agua que desafía a la gravedad, situada sobre la ceja izquierda de Martin. La dulzura y el ocaso iluminan sus rostros. 

El sol continúa lentamente su descenso, acariciando con sus rayos el agua templada del golfo de Nápoles. Los dorados reflejos que provoca al esconderse tras el mar, se alargan desde el infinito hasta la más pequeña de las crestas que rompen frente a Claudia. 

Poco a poco el tono rojo se apodera de sus caras, dando paso al final de ese día. 

Ellos entrelazan sus manos, llenándose de ese instante. Sin nada más,…,o seguramente con todo.

EL AMOR

Quería decirle buenas noches al compañero de mis sueños.
Al amante definitivo.
Al señor de mis desvelos.
Al que nutre mi alma y rompe en dos mis emociones para sacar de mí, lo que sólo él reconoce como irresistible.
Al paciente devorador de mis penas que cada día transforma en miradas y sonrisas.
Al esposo. A ese amigo verdadero.

Décadas de agotadora búsqueda empujaban mi futuro hacia una nada envuelta en flores de papel.
El guiño de Altarf a Spica de aquella mañana enfrentó nuestros pies, obligando a nuestras miradas a encontrarse por primera vez.
Ese tacto, aquel olor, su calor.
El verdadero significado del abrazo entre dos seres se descubrió en mi interior, anclándose para siempre, drogando mi corazón.

¿Quieres que te tueste el pan?
Me gustaba lavar tu cuerpo cansado al volver a casa.
Sentarnos a hablar, sin prisa, sin distracciones, sin banalidades.
Escuchar tus historias, tus ilusiones, era mi único plan.
Miradas completas que evitaban hablar de problemas.
¿Un mango de postre?
¿Un abrazo? siempre.

Las agujas del reloj de mi cocina suenan implacables. Simulan una fragilidad irreal. Realmente noto que me gobiernan. Cada uno de sus tic tac retumba en mi cabeza, haciéndome saber que ese segundo nunca volverá, empujándome a mi particular extinción. Suenan dentro, desde lo más profundo, juzgándome cada día, mostrándome el camino hacia mi final.

Te encontré demasiado tarde. Los días a tu lado, llenos de planes dorados, se desvanecieron rápidamente, se escurrieron entre mis dedos como el agua.
Ni siquiera alcancé a darme cuenta de que nuestros cuerpos no se correspondían con la pasión de nuestro amor. Creamos un universo propio, más allá de los dolores de nuestros cansados huesos, lejos de las arrugas que cubrían nuestras caras y más allá aún de lo que pensaran los que nos rodeaban. Se nos olvidó que no es prudente la locura si las velas de tu cumpleaños no caben dentro del pastel.

Ahora no estás. Queda tu memoria en cada átomo de mi piel.
Mi cara, mis dedos, incluso las puntas de mis uñas pueden recordar la suave presión de tus manos al rozarme.
Mi mente rememora tu olor, tu voz. Aun cansada, se vuelve capaz de colocar tu esencia en el centro de mi atención.
Te amaré hasta mi último pensamiento, lo sé. Nunca te soltaré.
Te enseñé que eras el amor de mi vida

Otra Oportunidad

Otra Oportunidad

Me despierto decidida a acabar con la ola de destrucción que me asola. La he asumido durante demasiado tiempo como algo reversible.

Provocada por una raza que me habita, empeñada en agotar mis recursos y convertirme en un planeta yermo, vacío, muerto, no tiene fin.

Me duele haber apostado siempre por la creación y la convivencia entre los seres vivos y ahora verme obligada a destruirles. 

Al fin he encontrado la fuerza necesaria. Siento dentro de mí ser capaz de hallar una salida. Mi núcleo late con fuerza, apostando por mi supervivencia, empujando mis emociones.

Solo pequeñas cantidades de organismos complejos son capaces de sobrevivir en algunas áreas de mi corteza. Sin recursos sus posibilidades han ido mermando, acelerándose su extinción. Seres microscópicos terminarán por habitar en triste soledad mi atmósfera.

Desde hace soles, la temperatura durante el estío en muchas zonas  alcanza los sesenta grados. La comida escasea y los incendios arrancan mi piel, dejando heridas enormes y estériles.

Recuerdo ser considerada un símbolo de creación, un ejemplo para mis vecinas, la mayor colonia de vida compleja de mi galaxia. Partes esenciales de mi intimidad formaron células que iban trasladándose de un ser a otro, dejando escrito en sus almas pequeñas leyes de vida y gestando un perfecto progreso en común,…, o eso suponía yo. 

Les entregué parte de mi alma, de mi ilusión y esperaba notar como la acariciaban y la mimaban cada amanecer.

Hoy se inicia su fin. Inundando mi cielo de los gritos de los volcanes dormidos, el aire se convierte en veneno para esos seres vivos que pretenden acabar con su madre, con quien les hizo ser. Terremotos y temblores continuos abren mi corteza, engullendo todo lo que está a su alcance.

Esta destrucción es fruto de mi desesperación y su objetivo un nuevo inicio. La llamada de socorro parte desde lo más hondo de mi esencia como defensa contra esa plaga.

Un inmenso campo magnético se genera con la combinación calculada de varios metales de mi interior, unida a pequeños cambios voluntarios de mi rotación. El esfuerzo consigue emitir un enorme S.O.S a cientos de lejanas estrellas.

Doce lunas más tarde, miles de asteroides, atraídos hacia esa alfombra roja desplegada a través de la Vía Láctea, chocan contra mi atmósfera. Se distribuyen por mi cara visible, atravesando el enrojecido cielo y dejándose caer en forma de meteorito contra la corteza.

Su corazón, una molécula extraterrestre que desafía las leyes de mi física: dos gases unidos que muestran estructura líquida. Curiosa partícula.  

Dejo que se derrame, que me invada por completo llegando a cubrir toda mi capa exterior. Percibo que esa materia no es capaz de penetrar hacia el núcleo, no me hace daño, me agrada, me acaricia. La sensación es muy dulce. 

Crece, se expande, se acomoda a mi superficie hasta estabilizarse y acaba con todo. 

Hace exactamente lo que necesitaba, terminar con cualquier forma de vida existente sobre mí hasta el momento, dándome otra oportunidad. Me alienta a pensar que voy a conseguir crear vida sostenible, seres complejos ordenados, ecosistemas en total armonía. 

Ya conocía esta forma de reinicio planetario pero nunca la había puesto en marcha. Un cuerpo como yo solo es capaz de generar esa energía una vez durante su existencia. 

Despreocupada por el final, confío plenamente en el éxito de este comienzo. Es necesario.

Han tenido que pasar más de cien órbitas alrededor de Andrómeda para que el líquido extraterrestre se acomode. Es curioso, ha sido tan fácil como lento.

La luna y mi campo magnético le han impuesto un reciclaje continuo, obligándole a mostrar varios estados. El descenso de la temperatura de mi corteza ha sido muy notable y me ha permitido dedicar mi esfuerzo a diseñar nuevos micro seres flotantes que habiten en ese líquido.

Iré avanzando en el desarrollo de formas de vida, quiero crear una raza superior basada en esta molécula, producto de la evolución de una sola especie. Será un animal que domine el planeta y que cuide de los demás, que destaque sobre todos ellos, tratándome como se merece una madre. 

Presiento que esta vez, con la presencia de esta molécula, el agua, conseguiré hacer un trabajo envidiable. 

Lo llamaré humanidad.

El Consuelo.

Predicabas estar atados a nuestro presente, fruto de nuestro pasado; no ser capaces de asumir que, en verdad, estamos de paso y nuestra única posesión es nuestra propia vida y su tiempo.

Tenías claro que el resto desaparecería, terminaría por extinguirse cuando ya no estuviéramos.

Relatabas que fueron necesarios años para comprender que tu meta era el camino, que hacía tiempo que habías llegado y vencido.

Recuerdo aquellas paredes verdes bloqueando mi capacidad de razonar. Su mirada cansada regalaba normalidad a la vez que su palabra se clavaba en nuestros corazones. Su experiencia, envuelta en aquella bata blanca, nos trataba como uno más, mientras nos comunicaba que, en unos meses, tú y yo seríamos uno menos. 

No quise perderte. Me sentiría incompleto sin el olor de tu piel, sin su calor atravesando mi pecho mientras duermes, sin tus abrazos, sin tu recuerdo. Ser tu complemento es el motivo de mi existencia. 

Me opuse a que esa neoplasia acabase con todo. Juré que si tus ojos dejaban de alumbrar, tu recuerdo, tus besos, tu olor, tu calor y tu abrazo seguirían aquí, junto a mí. Dentro de mí. 

Recuerdo cuando perdiste el móvil. Te asustaste por no tener tus contactos, tus correos y sobre todo nuestras fotos. 

Me planteaste tener una copia de todo eso en una nube, aunque más tarde apareció y lo olvidaste. 

Pues lo hice, pero en una de verdad. 

Tomé todas nuestras fotos, nuestros atardeceres, los paseos por la playa, los besos, las risas y abrazos y los lancé al cielo. Dejé que se mezclaran con las nubes, que ascendieran atravesando los cristales de hielo que sobrevuelan nuestras cabezas. 

Intenté que “el que genera vida” me escuchara, pero no tuvo tiempo de comprenderme, así que me dirigí a los vientos y las tormentas que me guiaron hasta las estrellas. Viajé por el universo en busca de custodia para nuestro tesoro a lomos de un cometa. 

Finalmente convencí a quien realmente gobierna en las alturas. Ella entendió que era de vital importancia conservar ese sentimiento. Conseguí que me permitiera atesorar en su reino lo más importante: nuestro amor. 

“La que ilumina” solo tuvo que observar nuestros ojos cerrados en cada beso. Se dejó deslumbrar por tu sonrisa al despertar y noté como se encogía al sentir esas caricias que terminaban con el mayor de nuestros conflictos. Solo necesitó sentir una milésima parte de lo que compone nuestro enlace, para decidir almacenar eternamente esa sensación.

Sentenció esconderlo en cada gota de agua del mar, en cada átomo de ese reino que hace subir y bajar con la cadencia que le apetece, para que nuestra esencia llegase a cada rincón de este errante planeta. 

No lo ví claro. Es cierto que nuestra felicidad inundaría los océanos, pero los habitantes de las selvas y las estepas no podrían conocerla.

Estaba equivocado. Había obviado que así tus abrazos se evaporarían junto a mi mirada, sobrevolando los continentes. La luna me aseguró que obligará a las nubes, una y otra vez, a llorar nuestra verdadera sensación de libertad sobre cada ser de este planeta. Y así lo creí. 

¿De verdad piensas que cuando tu cuerpo se fue, no quedó nada en mí? 

Muchos no saben interpretarlo, no son capaces de verse reconfortados con la lluvia. 

Cada una de esas gotas es mi razón para seguir.

El Abrazo

Sentía los días largos y las noches infinitas. Mi razón deambulaba demandando un abrigo que aplacara los temores. No fui capaz de encontrar esa paz entre mis congéneres. 

Observaba el cielo con ilusión, preguntándome si los pájaros serían más libres, más felices. 

Meditaba sobre el sonido del mar, reflejo de su continuo movimiento, seguro de que no dejaría dormir a los habitantes de su orilla.

Me adentraba en la tierra imaginando el mundo que habitan las hormigas, admirando su comportamiento automático, sin planificar cada día.

Mi mundo interior alimentaba en bucle las preocupaciones, creando un espacio paralelo de inseguridad, un círculo imposible de abandonar. 

Una pequeña inspiración, cabeza en alto y un minuto de consciencia. Allí estaba él, aislado del resto del jardín. Sus ramas se zarandeaban muy despacio, desafiando con su fuerza al ligero viento de la tarde. Sus hojas se movían coordinadas, invitándome a tomar asiento junto a su tronco. Así lo hice. 

Pensé que su exterior iba a tener una sensación áspera, dura, incluso incómoda, pero no. Me recosté bajo su sombra y conseguí relajarme unos minutos. Un banco, desde el otro lado del camino, me juzgaba por haberle despreciado. Mi pensamiento se desconectó por unos instantes y volví a inspirar profundamente. 

La siguiente tarde regresé junto al Magnolio. Sentí como me miraba, como bajaba las ramas haciéndome un hueco, ofreciéndome su cobijo. 

Agradecido me coloqué de nuevo bajo sus hojas que parecieron girarse hacia mí. Su verde oscuro se rebajó un par de tonos mientras, al igual que un bebé lo hace por primera vez, mis labios se arquearon dejando asomar una sonrisa. Llené el pecho nuevamente, oxigenando mis células cansadas.

Las visitas a mi amigo se convirtieron en una necesidad inevitable. Él, agradecido por la compañía, con gentileza me regaló su mejor muestra de afecto: blancas perlas, similares a nenúfares, que envolvieron en perfume mis tranquilos sueños. Acogí esas flores como el mejor de los presentes y reaccioné, instintivamente, rodeando su tronco con mis brazos hasta sentir mi pecho fundido contra el suyo. Atesoro en la memoria ese primer abrazo.

Un árbol fuerte que, al igual que yo, prefiere el sofocante calor a las heladas. Necesita vivir ligeramente aislado, aunque no le guste, y sobrevive con pocos cuidados, un riego moderado y una buena compañía.

Me sentí mucho mejor, más vivo, más feliz, bebiendo de su fuerza y de su alegría. Ya no me encontraba tan extraño, tan diferente al resto de los seres vivos.

En esa ola de egoísta euforia personal salí a volar. Corrí a conversar con los habitantes de la orilla del mar para preguntarles cómo vivían bajo su caos particular. Viajé lejos para conocer a infinidad de aves y poder valorar su sensación de libertad. Quería saber si los peces del norte sienten o si las arañas del trópico lloran cuando oyen a sus víctimas agonizar. 

Al principio todo era nuevo y excitante. Toda esa información alimentaba las alas de mi vuelo sin dejarme mirar hacia atrás. Pero más tarde la novedad se volvió rutina, hastío, indiferencia. 

El tiempo hizo que el vacío de mi estómago comenzara a crecer, devorando mi ilusión y mis ganas de vivir. 

Aún tardé varias puestas de sol en comprender mi gran falta: sus abrazos.

Emprendí mi regreso desde otras tierras. Contra cualquier pronóstico de supervivencia, conseguí arrastrar mi cuerpo a través de enormes mesetas y profundos valles. Mi única intención era llegar hasta mi verdadero hogar.

Sin fuerza y sin aliento, pero con esperanza, impulsado por la adrenalina del amor, llegué hasta su parque. Me acerqué hasta el camino que conduce a su jardín y, agotado, hinqué las rodillas contra el suelo. 

Desde lejos pude ver cómo había perdido sus perfumadas flores, sus hojas habían caído formando una alfombra seca alrededor de su sombra. Sus ramas se vencían fácilmente bajo la suave brisa de esa tarde. Su tronco había cambiado de color. No pude encontrar su mirada. 

En un último esfuerzo me acerqué hasta el lugar en el que tantas tardes me sentí tan dichoso y le abracé. Le rodeé con mis brazos, lo hice con todas mis fuerzas, mientras le acariciaba como un hijo a su madre en su lecho de muerte. Mientras lloraba como un niño que ha perdido el rumbo, que lo ha perdido todo.

Adiviné su cuerpo vacío por dentro. Yo había aprendido a ser dichoso a su lado, su compañía me había completado, al igual que su abrigo. Me dio la felicidad más grande de mi vida, y él,…, 

En ese instante comprendí que él se alimentaba de mi sonrisa, de mi respiración, incluso había crecido al compás de mi latido. 

Finalmente ninguno pudimos sobrevivir a la ausencia de esos abrazos.